![]() Geografía y protagonistas de un mito.Mercenarios y aventureros blancos en África central.Como en pocas de las grandes obras de la literatura mundial, Conrad consigue en su novela “El corazón de las tinieblas” crear un mito, una leyenda que va más alla del plano personal contemporáneo y nos remite a arquetipos del comportamiento humano. Por ello, ni el corazón de las tinieblas está en el curso superior del río Congo, ni el Coronel Kurtz se centra en una persona concreta. Esto no es negado por ninguno de sus analistas porque, si bien es cierto que algunos se remiten a la experiencia personal de Cornad durante su estancia en el Congo para encontrar las referencias reales de Kurtz, el sentido final de la novela reside en su alejamiento de estos referentes. Así, volver a plantear la cuestión de dónde se encontraba el corazón de las tinieblas o quién era el coronel Kurtz podría parecer, a primera vista, una paradoja. No obstante, el reto que Conrad nos propone sigue estando ahí: intentar confrontar la realidad con la fuerza visionaria del mito. Quien se ocupa de la historia de los mercenarios blancos en el Congo durante los años 60, se encuentra no sólo con múltiples personajes del tipo “Kurtz”, sino que llega al mismo lugar geográfico en el que Conrad, 60 años antes, recogió sus propias experiencias. Incluso si nos ocupáramos de los más recientes conflictos en África, tropezaríamos automáticamente en el territorio geográficamente delimitado por el curso superior del Nilo, los Grandes Lagos y los afluentes del Congo. Igual que a finales del s.XIX, aún hoy centenares de niños son secuestrados y forzados a convertirse en soldados, los Señores de la Guerra saquean los tesoros naturales de las tierras, y el mundo civilizado se estremece todavía cuando vuelven a relatarse noticias de masacres, cruentas torturas y “trofeos” humanos. Claro que podemos buscar y encontrar “el corazón de las tinieblas” de Conrad en cualquier rincón del mundo o de la psique humana, pero es en África central en donde esa herida abierta, siempre sangrante, se encarna con más fuerza. La novela de Conrad no es sobre los africanos, sino sobre cómo los “representantes de la civilización” llegados a una sociedad percibida como primitiva, sucumben a la tentación del poder para erigirse en reyes y, finalmente, en dioses. A lo largo de este proceso, la fina cáscara de la civilización se disuelve para dejar emerger la mentalidad del “Salvaje”. A finales del siglo XIX, África encarnaba, como ningún otro continente, el primitivismo, la barbarie y el misterio. También por ello, África inspiró durante ese centenio a los mejores artistas modernos e incluso al recién nacido psicoanálisis. Hacia 1900, el centro del continente negro era el único lugar en donde los mitos aún permanecían, mientras que Europa hacía ya tiempo que había perdido los suyos. Para un europeo, los viajes a África se convertirían automáticamente en un viaje a las profundidades de su propia mente, para la que la confrontación más terrible no era sólo la percepción y toma de conciencia de lo primitivo, sino su profunda soledad y la sensación de pérdida del individualismo racionalista moderno en un mundo colectivo y místico. El camino desde el norte.![]() La ocupación de África empezó tarde. Por entonces, el continente era pobre comparado con Latinoamérica o Asia -su única riqueza reconocida por Europa se limitaba a la trata de esclavos-; su población, esencialmente guerrera; y su clima y enfermedades, mortales para los europeos. Por todo ello, los poderes coloniales se habían limitado hasta entonces a la edificación de unas cuantas fortificaciones en la costa, en donde también podían adquirir esclavos de manos de los tratantes nativos. La primera incursión tierra adentro llegó desde Egipto, ya que era a lo largo del Nilo donde los Khedives (o virreyes) intentaban ampliar su poder buscando esclavos para sus ejércitos, como milenios antes lo hicieran los faraones. En Egipto gobernaba Mehmet Ali, un aventurero albano que tras la retirada de Napoleón se había hecho con el poder. Impresionado por la potencia militar francesa, Mehmet Ali intentaba reformar su ejército a manera de los europeos. Para ello, encontró los mejores asistentes entre los veteranos napoleónicos que habían quedado sin trabajo después de Waterloo. Egipto se vió pronto inmerso en su incapacidad para satisfacer el hambre infinita de hombres del ejército, una escasez a la que se sumaban las múltiples deserciones e incluso automutilaciones de la población egipcia para escapar del aborrecido servicio militar. Así, inmediatamente tras la ocupación del Sudán en 1823, Egipto empezó a “reclutar” esclavos negros. Se estima que en las décadas siguientes, unos dos millones de sudaneses fueros reducidos a la esclavitud, con los que los oficiales turcos formaron -bajo la dirección de sus instructores franceses- el ejército más poderoso del Oriente, que sería capaz de sofocar la rebelión griega en 1826 y que sometería repetidamente a la misma Turquía. Aún cuando Egipto, bajo la presión internacional, tuvo que renunciar a sus ambiciones sobre Turquía, y a pesar de su cada vez mayor dependencia de los ingleses, su expansión hacia el sur progresaba. A la nubia Dongola -entre Assuan y Khartoum-, le siguieron el reino de Darfur -que se extendía desde la franja sur del Sahara hacia el oeste-, y la provincia de Ecuatoria, que llegaba hasta los lagos centroafricanos. En el norte de este enorme territorio, los musulmanes dongoleses se habían mezclado a lo largo del tiempo con tribus beduinas y habían pasado a considerar el comercio de esclavos como un derecho adquirido y, por tanto, asunto propio. Los secuestros se producían entre las tribus animistas del sur del Sudán, en Ecuatoria y también en las zonas centroafricanas más lejanas. Claro está que la presión inglesa debería haber puesto fin a la trata de esclavos, pero Egipto tenía otras prioridades: en primer lugar, afianzar la colaboración con los poderosos tratantes de esclavos para asegurar una pacífica administración de los territorios ocupados y, en segundo lugar, procurar la supervivencia del propio ejército necesitado del reclutamiento forzoso de sudaneses. La supremacía de los jeques y tratantes de esclavos dongoleses se sustentaba en los llamados “Basinger”, esclavos negros adiestrados en el uso de las armas. Por norma, profesaban absoluta lealtad a sus señores, y tras algunas muestras de valentía en los campos de batalla, llegaban incluso a poseer esclavos propios o a ascender, los mejores de ellos, a suboficiales con propias tropas. Cuando su señor era derrotado, el vencedor los incorporaba a su propio ejército sin problemas ya que, mientras hubiera suficiente alimento y pudieran participar de los botines, los Basinger seguían fielmente y sin quejas a sus cambiantes señores. A menudo secuestrados siendo niños, se habían convertido en auténticos soldados profesionales. No queda constancia de si algún grupo de Basinger armado intentó abrirse camino hasta su tierra natal, ya que para ellos la “patria” se había convertido en aquel lugar en donde guerra y botín coincidían. Sin estos profesionales apátridas, ningún tratante de esclavos se hubiera arriesgado a adentrarse en África central; y tampoco los poderes coloniales, aún a pesar de sus ametralladoras, habrían conseguido avanzar hacia los territorios del interior. A pesar de su sumisión, si estos grupos de Basinger eran maltratados por sus señores, mal alimentados, sacrificados en enfrentamientos inútiles o se les negaba el derecho al botín, las posibilidades de un motín aumentaban geométricamente. Pero tampoco en este caso, y a pesar de la recuperada libertad tras vencer a sus oficiales en cruentos enfrentamientos, mostraban intención de disolverse y volver a sus tribus de origen, sino que vagaban como hordas de saqueadores por todo el territorio o intentaban fundar sus propios estados. Los Basinger también fueron entregados por los jeques dongoleses como pago de impuestos a Egipto y formaron parte del ejército que, bajo las órdenes de los oficiales turcos y en alianza con la caballería de los jeques, consiguió la rendición del Sudán. Sudán fué el destino de “castigo” tanto de algunos funcionarios de la administración egipcia como de muchos oficiales turcos. Los menguados ingresos de estos representantes del gobierno egipcio alimentaron un ambiente donde las intrigas, el despotismo, la corrupción y los abusos progresaban a sus anchas, y en donde cada uno intentaba crear su propia red de extorsión. El creciente malestar entre la población sudanesa acicateaba la resistencia y el odio hacia sus ocupantes hasta el punto que, para intentar mejorar la situación y ante todo para tratar de dar fin al rasante aumento de la trata de esclavos, Egipto decidió mandar europeos al Sudán. A los mercenarios franceses siguieron, durante la década de los 60, muchos oficiales norteamericanos que, tras el fin de la Guerra de Secesión, buscaban nuevos destinos. Una de las figuras más destacadas fue el aventurero escocés Charles George Gordon quien, al mando de tropas nativas, había dirigido con éxito el fin del levantamiento de Taiping en China y que por ello mereció el sobrenombre de “Chinese-Gordon”. Gordon fué nombrado en 1874 gobernador de Ecuatoria y después de todo el Sudán. Como apoyo, tomó a su servicio norteamericanos y europeos de diversas procedencias, de entre los que nombraría a sus “Paschas” o gobernadores de provincias independientes, algunas de las cuales eran tan extensas como algunos países europeos. Gordon, el más fuerte militarmente y mejor ublicado a “tan sólo” uno o dos meses de viaje de la civilización, gobernaba la provincia central desde Khartoum. En Darfur regía el Pascha austríaco Slatin, en Bahr el Gazal el Pascha británico Lupton, y al sur, en Ecuatoria, el alemán Eduard Schnitzer, quien había tomado el nombre turco Emin. La provincia de Emin tenía una extensión de 360.000 km² (por hacer una comparación, la actual Alemania tiene 350.000km²), y para su administración contaba con algunas docenas de oficiales y funcionarios turcos, 500 dongoleses -en su mayoría ex-tratantes de esclavos-, 400 africanos libres, y cerca de 1000 Basinger que le fueron “entregados” como tributo. Con estas tropas, Pascha Emin tenía que fundar nuevos asentamientos, recaudar los impuestos, dominar rebeliones y presionar a los tratantes de esclavos. Los impuestos que enviaba a El Cairo consistían en marfil, plumas de avestruz, caucho y, aunque parezca contradictorio, esclavos, ya que a pesar de la política oficial, era normal pagar a los soldados con “servidores”, e incluso los gobernadores precisaban de ellos para mantener la capacidad ofensiva de sus tropas. Así, en la lucha contra la trata de esclavos, se trataba más de eliminar del negocio a los tratantes independientes dongoleses y árabes, y traspasarlo bajo otras etiquetas a la organización del estado egipcio. La posición de los Paschas en estas provincias remotas se asemejaba más a la figura de un rey africano que a la de un administrador moderno. En expediciones de castigo, estos “representantes de la civilización” calcinaban aldeas completas, colgaban jefes de tribu y jeques y, para estimular a sus propios mercenarios, permitían saqueos desproporcionados. A lo largo este proceso aprendieron pronto que su fama era su arma más poderosa: sólo con oir su nombre, los posibles rebeldes deberían aterrorizarse y someterse a la obediencia y a la servidumbre. En este contexto irrumpió en la escena la revolución de los Mahdistas, que consiguirían dominar todo el Sudán y tomarían a estos europeos como sus más emblemáticas víctimas. En el Islam el Mahdi es el enviado de Dios, el que ha de vencer la injusticia en el mundo. Y al igual que en Occidente aparecían uno u otro salvador, también en el Islam surgía de vez en cuando algún Mahdi. En 1881 un eremita dongolés acariciaba el ansiado título de último profeta. Los funcionarios gubernamentales hicieron nimio caso a las primeras voces que daban noticia de sus aspiraciones. Sólo tras la masacre de la primera guardia de soldados enviados a detenerle y poco después una mayor tropa fué enteramente eliminada, el gobierno intentó reaccionar. Pero entonces era ya demasiado tarde. Turcos y egipcios eran odiados profusamente por la población a causa de sus desmanes en la explotación de los recursos y en los contínuos saqueos, y muchos de los jeques habían tenido que asumir enormes pérdidas al serles retirados los derechos a la venta de esclavos. A ello se le añadía las antiguas y permanentes contiendas entre las distintas tribus, las más poderosas de las cuales no conseguían imponerse bajo el gobierno de los egipcios. Ahora, los olvidados y los desplazados esperaban poder ajustar viejas cuentas bajo la guía del Mahdi. Otros vieron en él la posibilidad de saciar sus ansias de saqueo, y algunos simplemente esperaban a ver cuál era el contendiente más poderoso para incorporarse a sus filas. Pero por encima de todo ello, el movimiento tomó de la religión una dinámica imparable. En la esperanza de entrar directamente en el paraíso, los fanáticos derviches del Mahdi se arrojaban a la lucha sin considerar posibles pérdidas. A pesar de algunas -pocas- derrotas, las tropas de Mahdi avanzaban triunfantes al sur del Sudán, reforzadas constantemente por dongoleses rebeldes, por algunos árabes y por desertores del ejército egipcio. Mientras algunas pequeñas guarniciones se rendían sin oposición y quedaban incorporadas al ejército mahdista, otras eran arrolladas por los derviches en misiones suicidas. A principios de 1883, y tras la caída de El-Obheid, el Mahdi se hizo con el poder de Kordofan dividiendo definitivamente a las provincias del sur. Slatin se mantenía aún en Darfur, Lupton en Bahr el-Ghasal, y Emin en Ecuatoria. El mayor peso de la lucha contra los Mahdistas fué llevado por Slatin y Lupton. Tras perder a sus mejores hombres en los enfrentamientos con sus tribus aliadas, ahora alzadas en rebeldía, y tras contemplar como su munición se reducía alarmantemente, ambos gobernadores se acuartelaron en sus mejores fortalezas. Era una contienda perdida. A la extremada situación se añadían otros dos factores: la ruptura de las alianzas con tribus hasta entonces proegipcias y que cada vez en mayor número se afiliaban con los mahdistas; y las conspiraciones de los propios oficiales con los enemigos. Slatin intentó, con su conversión al Islam, una última e inútil estrategia para elevar la moral de su ejército. Pero para mantener el Sudán se necesitaba un refuerzo mayor. A pesar de los intentos por hacer llegar nuevas tropas de refresco, el exterminio de una expedición especial enviada bajo las órdenen del inglés Hick desvaneció las últimas esperanzas de salvar el Sudán. Para evitar un mayor derramamiento de sangre, Slatin se entregó sin resistencia. Poco antes, Lupton, abandonado por sus propios soldados, había capitulado. Sólo Emin en la lejana Ecuatoria fue temporalmente “perdonado”, ya que el Mahdi tenía planes más ambiciosos: dirigirse con sus tropas hacia Khartoum, defendida aún por Pascha Gordon. Tampoco él pudo ofrecer mayor resistencia: con escasos hombres y menos munición, Gordon sólo podía esperar lo peor. Tras 10 largos meses de sitio, el ejército mahdista entraba en la ciudad para acabar con los extenuados defensores: Khartoum se sumió en un inmenso baño de sangre y Gordon cayó muerto en las escaleras del palacio del gobernador. Lupton y Slatin permanecieron prisioneros como esclavos en Khartoum, Slatin bajo el servicio personal del Mahdi. Tras la muerte de este último en 1885, pasó a manos de su sucesor que bajo el título de Califa -el sucesor- gobernaba el Sudán. Aprovechando su cercanía al Califa, Slatin intercedió a favor de Lupton, quien había sido oficial de la Marina, para conseguirle un puesto como ingeniero en el servicio de los barcos de vapor de los mahdistas. Pero él mismo, como musulmán convertido, tenía que mantenerse alejado de los otros europeos. Slatin se convirtió en el objeto de prestigio del Califa a quien le gustaba cabalgar acompañado por el antiguo Pascha, quien debía correr descalzo junto a su caballo; o encargarle pequeños servicios de mensajero. El Califa disfrutaba especialmente destinándole a dirigir los rezos matinales, él, el antiguo cristiano de exótico y divertido acento austríaco. A pesar de todo, Slatin había mejorado su situación: de prisionero encadenado, había pasado a ser un miembro de pleno derecho en la corte del Califa, con esclavos propios. Poseía casa en Khartoum con mujeres, niños y servidores, y cuando realizaba un servicio al gusto del Califa, éste le enviaba nuevas esclavas para su distracción. Lupton murió entre penurias al cabo de algunos años, mientras Slatin, tras once años de cautiverio, consiguió huir con vida con la ayuda del servicio secreto británico. A pesar que los ataques de los mahdistas contra Egipto, Etiopía y el Congo fueron rechazados con éxito, la pérdida del Sudán por parte de Egipto -que en este tiempo había pasado a ser protectorado británico- fue una auténtica catástrofe para todos los imperios coloniales. Por primera vez, no sólo eran derrotadas tropas nativas equipadas con armamento y oficiales europeos, sino que la revolución había conseguido quitarle al poder colonial una considerable extensión de territorio. Para mayor ofensa, la cabeza del legendario Pascha Gordon había sido paseada por las calles de Khartoum. Y el camino desde el Nilo hacia el interior de África quedaba definitivamente cortado.
Un año después de la caída del Sudán a manos
de los mahdistas, y mientras Gran Bretaña se lamía las heridas
a su prepotente orgullo imperial, llegaron desde el sur nuevas noticias:
Emin resistía aún en Ecuatoria y pedía refuerzos en
forma de tropas y munición. De repente, toda Europa reaccionó
enfebrecida: un único héroe había resistido los ataques
de las hordas mahdistas y había salvado al menos parte del honor
del hombre blanco, mancillado entre el polvo de las calles de Khartoum.
Había que apoyarle o al menos intentar salvarlo, oficialmente por
una cuestión de honor. Detrás de esta propaganda patriótica,
se escondían, sin embargo, razones estratégicas: ya que Egipto
-y con él la corona británica- había dado Ecuatoria
por perdida; esta tierra de nadie podía considerarse un buen botín
a causa de la organizada administración de Emin. Y el hombre adecuado
para esta misión sería Henry Morton Stanley.
Del Este y el Oeste.Stanley era por entonces una leyenda viva. Bajo encargo del “New York Herald” había conseguido encontrar en 1871 al desaparecido Livingston en el Lago Tanganica. Un par de años más tarde, con una expedición salida desde Zanzibar, había explorado los grandes lagos centroafricanos, descubierto las fuentes del río Congo y, desde allí, cruzado el continente completo de este a oeste. Pero Stanley no sólo había establecido la que sería una de las más importantes travesías de tránsito africano, también se había abierto el camino entre múltiples contiendas armadas, demostrando con ello que un grupo de hombres decididos equipados con buenas armas podían conseguir cualquier cosa. Por estas hazañas era celebrado en sus visitas a los salones europeos y a las casas de los nobles como “un nuevo Pizarro”. Este entusiasmo ignoraba deliberadamente que los exploradores europeos no fueron los primeros que se adentraron en África por este camino. La ruta seguida por Stanley no era más que la ruta de los tratantes de esclavos suahilis y árabes cuyo territorio de comercio, al igual que los europeos, se había limitado a la costa durante cientos de años, pero que con la aparición de la quinina y la mejora de las armas de fuego se adentraban en los territorios del interior. Hay que anotar que por esas fechas morían más blancos en el delirio de la fiebre que bajo las espadas de los nativos. Mientras Stanley precisaba de cañones automáticos de Krupp y ametralladores de Maxim para abrirse camino -la decisiva derrota de los mahdistas en Omdurman llevó el nombre de la “batalla de las ametralladoras”-; a los tratantes de esclavos les bastaron quinina y algunos fusiles de repetición para avanzar, en los años 70, hasta Katanga y Maniema, en la costa oeste del lago Tanganika. Las tropas necesarias las encontraban, como los turcos, entre sus esclavos del Sudán quienes, mientras a lo largo del Nilo habían recibido el nombre de Basinger, en el Congo serían llamados “Wangwana”. Como los Basinger, también eran secuestrados siendo niños por los arabes y educados en el servicio militar, y fueron valiosos instrumentos en las manos de sus señores. Un tratante de escalvos poseía a menudo algunos miles de ellos. El más poderoso y temido entre estos tratantes era Tippu Tip, que había conseguido erigir su propio reino alrededor de Nyangwe y que era considerado como señor de Maniema. Tippu Tip sería el aliado más importante de Stanley en esta región, acompañándole a lo largo del río Congo a cambio de un buen pago y de la posibilidad de extender hacia el norte sus territorios de caza de esclavos. Tras el retorno de Stanley de su expedición por el Congo, agentes del rey Leopoldo de Bélgica contactaron con el legendario explorador. Hacía tiempo que Leopoldo pretendía fundar una colonia. En la costa, entre las posesiones portuguesas y francesas, no quedaba casi nada más por conquistar, pero en los territorios del interior, junto a los grandes afluentes y más allá de los violentos meandros y cascadas, había aún mucho espacio abierto fuera de las aspiraciones de los poderes coloniales establecidos. Con su expedición, Stanley le había mostrado a Leopoldo el objetivo y también que él era el hombre destinado para esta tarea. Y ya que en Bélgica existía muy poco interés por los negocios africanos de su rey, la fundación de la colonia fue asumida por éste como asunto privado, cuya dirección asumió Stanley. El éxito en el sometimiento de los nuevos territorios a la corona belga fué posible, al igual que en el Sudán, con africanos dirigidos por unos pocos blancos. Stanley reclutó su primer contingente de entre los tratantes de esclavos de Zanzibar, a quienes siguieron grupos de mercenarios de la Costa de Oro, Sierra Leona, y los Haussa, provenientes de la región que conforma la actual Nigeria. Con estas tropas era relativamente fácil conseguir más trabajadores, porteadores y mercenarios entre las tribus vencidas. De todo este contingente se formó en 1886 la FP (Force Publique), cuyas columnas podían distinguirse muy poco de las de los tratantes de esclavos. Mujeres y niños seguían a los soldados, y a las victorias sucedían los tradicionales saqueos y asesinatos. Stanley fué reclamado pronto por el rey para defender, en el frente de propaganda europeo, el derecho belga sobre los nuevos territorios. Y mientras el explorador se aplicaba en continuas conferencias en toda Europa para conseguir el reconocimiento oficial de la colonia, la FP empezaba a recoger en el Congo los primeros réditos en forma de caucho y marfil. Oficialmente se intentaba expander la civilización y de terminar con la esclavitud, pero de nuevo se trataba aquí de una operación para apartar del negocio a los árabes y dedicar a los nativos a constituir la fuerza de explotación de la colonia, bajo los títulos de recogedores de caucho, porteadores y, naturalmente, soldados. En la incesante búsqueda de nuevas zonas por colonizar y nuevos hombres para reclutar, la FP avanzaba cada vez más hacia el interior. Pero en Europa, la renovada discusión sobre la liberación del Pascha Emin había llamado la atención del rey Leopoldo, quien ahora dirigía su mirada hacia Ecuatoria, estratégicamente situada al noreste de sus nuevos territorios. A esta posibilidad de ampliar rápidamente la colonia se añadían las toneladas de marfil almacenadas por Emin, que esperaban tan sólo la apertura de una vía de transporte para convertirse en un muy lucrativo negocio. En Inglaterra, la decisión de liberar a Emin había tomado forma en una expedición financiada con recursos privados que debía ser liderada por Stanley. Lo que los decididos financieros habían olvidado es que Stanley aún se encontraba al servicio de Leopoldo. Y así el infortunio inició su camino. Stanley, en lugar de tomar el ya conocido y más corto camino desde Zanzibar hasta Ecuatoria a través de los territorios del este, quiso avanzar desde la colonia belga a través de la jungla para poder anexionarse Ecuatoria de manera inapelable. La expedición se inició naturalmente en Zanzibar, lugar de reclutamiento habitual de mercenarios y porteadores, donde fueron contratados 600 porteadores armados. Para asegurar las alianzas, Stanley nombró a Tippu Tip, en nombre del rey Leopoldo, gobernador de la provincia alrededor de las Stanley-Falls. El poderoso tratante de esclavos vió en esta oferta la posibilidad de ampliar enormemente su territorio de influencia y sus reservas de armas y de munición, y aseguró a cambio suficientes porteadores para afianzar el éxito de la expedición. Una vez costeada África, Stanley, sus oficiales europeos, los zanzíbares y 150 toneladas de munición se adentraron en el río Congo a bordo de los barcos de vapor de la “Compañía del Congo” hasta llegar a la desembocadura del Aruwimi, donde debían encontrarse con los porteadores prometidos por Tippu Tip. A la vista de las continuas excusas y dilaciones del traficante, Stanley se puso en camino a través de la jungla hacia el lago Albert con los más saludables de sus hombres. Los enfermos quedaron atrás con la mayor parte del equipo y bajo la vigilancia de algunos oficiales blancos. Días más tarde, a la falta de porteadores se le sumó la escasez de provisiones. Stanley había calculado proveerse de ambos de la manera habitual: mediante enfrentamientos victoriosos con las distintas tribus nativas. Pero éstas, que ya tenían por entonces suficiente experiencia con la FP o con los cazadores de esclavos, huían a la proximidad de la expedición o la atacaban en mortíferas emboscadas. La mayoría de los hombres de Stanley no sobrevivieron a las penurias. Aquellos que ni bajo la influencia del látigo, el temido chicote, podían ser motivados a continuar el camino, eran abandonados a su suerte como escoria. Y aunque Stanley intentaba mantener la disciplina colgando a algunos desertores, muchos zazibarenses aventuraron la huida adentrándose en la temida jungla. Finalmente, un resto de medio hambrientos y agotados hombres alcanzaron el lago Albert. El Pascha Emin no quedó muy impresionado por la llegada de este grupo de “salvadores” a quien tuvo primero que alimentar y vestir. Una vez recuperadas las fuerzas, Stanley desanduvo el camino para recuperar a sus hombres de la retaguardia. Pero también el campamento del Aruwimi estaba devastado. El sirviente de Stanley, William Hoffman, describe la escena del siguiente modo: abandonados en el suelo, sin enterrar y putrefactos, yacían los cuerpos de hombres muertos. Cerca, demasiado débiles para levantarse, se arrastraban los enfermos, algunos en evidente agonía, con sus carnes devoradas por infecciones y disentería, con sus cuerpos llenos de úlceras tan grandes como platos. Todo el lugar se me aparecía como un inmenso cementerio; el olor era insoportable; las vistas aún peores. (...) Las estadísticas también eran brutales: de los 257 hombres que dejamos en Yambuya, encontramos tan sólo a 71 con vida”(1). La gente de Tippu Tip había aprovechado la ocasión para intercambiar, con la hambrienta retaguardia de Stanley, comida por armas y municiones. Para intentar mantener la disciplina, los oficiales blancos habían utilizado métodos cada vez más drásticos, en los que daban rienda suelta a sus más primitivos instintos. Por encima de cualquier otro, el mayor británico Barttelot era temido por su brutalidad, hasta que un nativo, cuya mujer Barttelot pretendía asesinar en un ataque de furia, le disparó. Barttelot había permitido, entre otras cosas, que uno de los “científicos” de la expedición, un tal Jameson, entregara una de las esclavas a un grupo de caníbales para poder hacer dibujos “al natural” de las escenas que prosiguieron. El mismo Stanley, curtido por su larga experiencia africana, escribió poco después que sus oficiales habían cometido actos “demasiado terribles para describir en toda su barbaridad - cosas que si fueran descritas harían que la sangre de un caballero ingles hirviera y que sus mejillas se colorearan de vergüenza” (2). En estas circunstancias, Stanley no tenía demasiado que ofrecer a Emin. A pesar de ello, aún quería obtener su triunfo personal, es decir, si no podía ganar Ecuatoria para la colonia belga, al menos llevaría a Emin a Europa como trofeo. Pero ni éste ni sus soldados tenían intención de abandonar su cuartel para volver al continente. Se habían defendido con éxito contra los mahdistas e incluso les habían inferido graves pérdidas.Todos tenían familias, los oficiales auténticos harenes. Pero ante todo los soldados nativos, que habían conocido a los mahdistas como tratantes de esclavos, estaban dispuestos a luchar hasta el último hombre. Con el retorno de Stanley a Ecuatoria empezaron a correr los rumores que éste sólo venía a rescatar a Emin y a los oficiales turcos, y que los soldados negros y sus familias serían vendidos como esclavos. Se animaron revueltas y finalmente se levantó un auténtico motín que no dejó más opción a Emin que huir con sus salvadores. Con este episodio terminaron los servicios de Stanley con la colonia belga, aunque no las aspiraciones de ésta sobre Ecuatoria. Cuando diez años después (1898) una expedición de la Force Publique se abrió camino desde el Congo hasta el Nilo a la altura de Wandelai, encontraron todavía restos de la tropa de Emin, que aún se defendían con eficiencia. Tras la retirada de esta expedición, Bélgica mandó una nueva cinco años más tarde, en otro intento de anexionarse Ecuatoria. Esta vez habían conseguido reclutar un ejército mucho mayor y planeaban avanzar hasta el mismo Khartoun. Esta ambición de poder había afectado también al comandante al mando de la vanguardia de la expedición, quien había prohibido a sus soldados la tradicional costumbre de llevar consigo a sus mujeres y, no contento con ello, obligaba a sus agotadas tropas a ejercicios militares nocturnos. Para reforzar su autoridad era generoso con el uso del chicote. Poco antes de alcanzar el Nilo, los soldados se amotinaron, le ataron a un árbol y lo torturaron hasta la muerte. Sólo unos pocos de sus oficiales consiguieron la huida hacia el grueso del ejército, con la confianza de encontrar en él refugio seguro. Al atacar también este contingente, los rebeldes provocaron la deserción de la mayoría de los soldados negros hacia sus filas. Animados por las continuas incorporaciones de nuevos desertores, los amotinados intentaron erigir un propio reino junto al lago Tanganica. Sólo años después, y tras múltiples y sangrientos enfrentamientos con la Force Publique, los rebeldes supervivientes se retirarían hacia el sureste, por entonces bajo el dominio alemán. Este ejemplo ilustra el mayor problema de los blancos en África. Al contrario que los ingleses en la India, en África no se contaba con un ejército colonial disciplinado. Ya que en las nuevas colonias primaba la máxima de pocos medios para grandes y rápidos beneficios, los poderes coloniales utilizaron los mismos métodos que los tratantes de esclavos árabes, es decir, constituir sus contingentes bélicos con esclavos, quienes sólo tenían dos motivos para seguir sometidos a sus señores: el miedo y la codicia por un buen botín. A menudo, un solo blanco apoyado en un pequeño ejército dominaba un enorme territorio del cual debía extraer la mayor cantidad posible de marfil, caucho y hombres. En las incursiones militares, un puñado de oficiales blancos dirigía una tropa de más de 1.000 nativos, de cuya lengua apenas conocían las expresiones más esenciales. Bajo estas circunstancias, los blancos asumieron frecuentemente el papel de jefes de tribu o magos. Y ya que no tenían acceso ni posibilidad de comprender esta cultura ajena y, además, se encontraban aislados de la suya propia, a menudo perdían completamente el sentido de realidad. Secuestros de aldeas enteras, látigazos, ahorcamientos y ejecuciones de todo tipo, hambrunas entre los trabajadores..., todos ellos eran métodos habituales practicados en cada una de las colonias. Los enfermizos cerebros blancos llegaron, sin embargo, aún más lejos en la elección de los mecanismos para consolidar su poder. Por miedo a rebeliones, a menudo se entregaba a los mercenarios negros un sólo cartucho, que era repuesto únicamente cuando se podía comprobar que había sido usado. Para ello, se les exigía la presentación de la mano derecha del enemigo muerto. Pero ya que los soldados utilizaban también sus armas para la caza o a veces fallaban el tiro en el enfrentamiento con el enemigo, se aprovisionaban de manos procedentes de vivos. Así, la recepción de extremidades de mujeres y niños era normal y aceptada por los señores blancos. Un misionero americano relata este hecho en 1895: “Imagínense, ellos vuelven de un enfrentamiento con los rebeldes, y ustedes ven en la proa de sus canoas un montón de algo. Son las manos de dieciséis soldados enemigos muertos: soldados!, No han visto ahí también las manos de mujeres y niños? Yo sí las he visto”. La Force Publique encontró sus mejores mercenarios entre las tribus caníbales, y también aquí presentaban los oficiales blancos una gran comprensión. El mismo William Hoffman, que se había curtido en ver atrocidades durante sus expediciones junto a Stanley y que había permanecido en el Congo al servicio de los belgas, dió noticia de las extremadas crueldades cometidas durante las rebeliones de mercenarios en Kasai. Vió como colgaban y torturaban a mujeres, y cómo éstas eran despedazadas vivas. Al requerirle a un oficial blanco que interviniera en la acción, éste le había contestado que no tenía ninguna orden “para inmiscuirse en los asuntos de los soldados”. Repetidas veces fué testigo de desmembramientos y cocciones de prisioneros por parte de los mercenarios caníbales: “era espantoso ver como cortaban y despiezaban un cuerpo como si fuera un beefsteak, y cómo lo cocinaban con avidez en sus fogatas”(3). Naturalmente no todos los mercenarios blancos en África era simples carniceros. Para unos pocos se mezclaban también la pasión por la aventura y el interés por culturas ajenas, como por ejemplo Slatin, quien ya con 16 años había llegado al Sudán. Hablaba árabe fluidamente y a pesar de su largo cautiverio nunca mostró resentimiento contra sus carceleros. De la misma naturaleza era el aventurero británico Herbert Ward, que también proveniendo de familia burguesa se lanzó a una vida en el mar: vivió con los Maoris, trabajó como buscador de oro en Australia y para una empresa de comercio británica en Borneo. Se le contó también entre los primeros oficiales blancos que, junto a Stanley, formaron la colonia belga en el Congo. Otros, como el italiano Romolo Gessi en el Sudán o algunos oficiales belgas, se esforzaban realmente en acabar con el comercio de esclavos y con los tratantes, aunque todos estaban al mando de soldados y porteadores esclavizados. De Emin se sabe que la brutalidad y la violencia le resultaban repugnantes y que se preocupaba de mejorar las condiciones de vida de los nativos. A pesar de ello, escribe resignadamente en su diario: “mientras yo me ocupo en acabar con su comercio, mis propios sirvientes compran esclavos a su servicio”(4). Por ello, Emin era para Stanley, que sí se manejaba bien con el látigo, un extraño idealista. Incluso Hoffman le describe como “ un charlatán encantador, indeciso y vacilante”. No obstante, para todos los blancos África era una oportunidad de salir de las rígidas estructuras europeas, de hacer carrera e incluso de hacerse con una cantidad considerable de riquezas en una dimensión impensable en Europa. Y para ello tenían muy poco tiempo ya que las probabilidades de muerte violenta, o bajo la fiebre o el alcohol, eran extremadamente altas. En la fase de fundación de la colonia del Congo, Stanley mismo se quejaba que todo el proyecto era nada más que una gran empresa de transporte de vino y cerveza. Todos tenían ganancias porcentuales en los beneficios sobre la venta del marfil y el caucho, y muchos ampliaban su patrimonio con los resultados de la venta de esclavos y de alcohol. Ahí destacaban los peores y más salvajes cabecillas, como el comandante belga de la estación de las Stanley-Falls, quien decoraba los parterres de su estación con cráneos y poseía un considerable harén de concubinas. O en el Sudán, Alfons de Malzac -un tratante francés de marfil y esclavos- de quien se contaba cómo había atado a un árbol, ya decorado con calaveras, a uno de sus esclavos y le había utilizado de diana, porque se había atrevido a interponerse en una pelea de Malzac con su concubina preferida. A pesar de las enormes diferencias entre todos estos hombres, había en ellos algo en común: todos eran desarraigados que buscaban su fortuna como aventureros al servicio de otros señores. El primer gran grupo estaba formado, como ya hemos comentado, por veteranos napoleónicos, a quienes siguieron los oficiales de la Guerra de Secesión. Tanto en el Sudán como en el Congo se encontraban muchos alemanes e italianos cuyo número disminuyó al entrar ambos países en el grupo de los poderes coloniales. Suizos y escandinavos permanecieron bajo los dominios de Leopoldo de Bélgica. Otro grupo estaba conformado por los británicos, entre los que se encontraban muchos ex-marineros. Naturalmente en el Congo dominaban los belgas y, entre ellos, los flamencos, cuyas oportunidades de prosperar en casa eran igual a ninguna. También clarificador es el ejemplo de Emin, quien tras realizar sus estudios de medicina en Alemania, no le fué concedido el permiso para ejercer a causa de su origen judío. Un último ejemplo extremo es la biografía de Stanley, crecido en miserables circunstancias en un orfanato inglés. Después emigró a Estados Unidos, luchó en ambos bandos durante la guerra de la Secesión, y estaba dispuesto a pagar cualquier precio por una mejora de su estatus social.
Pero también Joseph Conrad era uno de estos hombres de cualquier
parte y de ninguna. Como polaco sin patria, de apellido alemán,
creció con la nacionalidad rusa, viajó en barcos con bandera
inglesa hacia Asia, y finalmente ofreció sus servicios a Leopoldo
de Bélgica. Así pues, era un experto conocedor de estos ex-oficiales,
marineros y aventureros que buscaban oro en California o en Transvaal,
vendían armas a los maoris en Nueva Zelanda, a los buren en Sudàfrica
o a los rebeldes en Cuba, traficaban en Asia con culis chinos, y en África
con esclavos y marfil. Gordon, el defensor de Khartoum, estaba en Asia
al tiempo que Conrad, donde ya se había convertido en “Chinese-Gordon”
rodeado de leyendas acerca de enormes botines, amasados en los saqueos
de sus mercenarios en diversas ciudades chinas. También Ward y Barttelot
habían servido en Asia antes de llegar al Congo. Conrad, pues, ya
se había cruzado en los puertos asiáticos con toda esta masa
de hombres que después reencontraría en el Congo. Cuando
el narrador Marlowe en “Lord Jim” describe a la tripulación del
“rufián de la costa australiana” Brown, nos remite no sin motivo
a las tropas de los primeros tiempos de la Force Publique: “Brown's crowd
transferred themselves without losing an instant, taking with them their
firearms and a large supply of ammunition. They were sixteen in all: two
runaway blue-jackets, a lanky deserter from a Yankee man-of-war, a couple
of simple, blond Scandinavians, a mulatto of sorts, one bland Chinaman
who cooked- and the rest of the nondescript spawn of the South Seas.”(5).A
pesar que Conrad despreciaba a hombres del perfil de Brown, probablemente
se había dado cuenta que las diferencias en el seno de estos grupos
de aventureros apátridas eran mayores que la diferencia entre algunos
de ellos y él mismo. Los límites eran difusos y a menudo
entre el “todavía aceptable” y el “ya corrupto” sólo existía
una fina barrera. Precisamente este cruce de fronteras y de límites,
especialmente en situaciones extremas, es lo que ocupaba continuamente
a Conrad. En 1890 visitó la tumba del Mayor Edmund Musgrave Barttelot,
en el norte del Congo, el héroe del ejército inglés
e hijo de un parlamentario que, un par de años antes -al frente
de la retaguardia de Stanley- había perdido la razón tras
reiteradas orgías de sadismo. Al contrario que Edmund Morel, Roger
Casement, Mark Twain o Arthur Conan Doyle, que denunciaron las crueldades
de la colonia del rey Leopoldo, Conrad se interesó por la psicología
de los actores que provenían de su mismo ambiente social. Y por
ello fué capaz de transmitir el horror más profunda y permanentemente
que sus contemporáneos.
“Los Terribles”.La fuerza visionaria de la novela de Conrad se hizo evidente en los años 60 del siglo XX, cuando durante los procesos de descolonización aparecieron de nuevo cruentas narraciones de las actividades de los mercenarios blancos en el Congo, descritos por un autor como “genios diabólicos sacados de una anacrónica y desagradable botella medieval” (6). Tras la aparición de las primeras revueltas después de la declaración de indepencia del Congo, los belgas abandonaron rápidamente el territorio. Bajo su dominio, ninguna fuerza política nacional ni tampoco ningún movimiento de liberación organizado habían podido desarrollarse, quedando como alternativas de poder tan sólo el partido político dividido de Lumumba -designado primer ministro en situación de urgencia-, algunos potentados locales, y los soldados coloniales de la Force Publique. Mientras la Force Publique, renombrada ANC (Armée Nationale Congolaise) se sumía en motines y saqueos, los políticos en Leopoldville se peleaban por el poder, y en todo el territorio las tribus recuperaban sus tradicionales confrontaciones; la Unión Minera belga intentaba salvar sus prebendas más importantes. Éstas yacían en el rico subsuelo de la provincia de Katanga, al sur. Para ello, los belgas encontraron al socio adecuado en Moise Tschombe, quien pocos años antes había fundado un partido secesionista en Katanga. Con la Union Minière cubriéndole las espaldas, Tschombe declaró, poco tiempo después de la independencia del Congo, la secesión de Katanga. Antes de su definitiva salida, los belgas desarmaron a las unidades de la ANC en Katanga y dejaron a Tschombe dinero, armamento y algunos instructores militares. No había nada más que hacer. Pero los desórdenes en el Congo y la secesión de Katanga invitaban a la ONU a una intervención. Ni los americanos, ni los rusos, y ni siquiera los nuevos estados africanos deseaban una alteración de las fronteras establecidas. Para todos estaba claro que el potencial éxito de la independencia de Katanga generaría numerosas guerras en todo África. Las tropas de la ONU, ensimismadas en sus propias querellas y ocupadas principalmente con las revueltas en Leopoldville, no preocupaban inicialmente a Tschombe. Por contra, le intranquilizaban bastante más los Baluba, quienes en el norte de Katanga se habían rebelado contra él con el apoyo de Lumumba. Para someter a los Baluba y consolidar su poder, Tschombe necesitaba mercenarios profesionales que, al contrario que los instructores dejados por los belgas, tomaran parte activa en la lucha. Los primeros mercenarios llegaron de aquellos países en los que las actuales o recién terminadas guerras coloniales habían dejado veteranos en paro: Bélgica, Inglaterra, Sudáfrica, Rhodesia y la Algeria francesa. Su trabajo debían empezar con la instrucción de los llamados “gendarmes de Katanga”, reclutados entre las tribus sometidas a Tschombe. Era un pequeño ejército formado por algunos cientos de blancos y un par de miles de “gendarmes” que, en cualquier caso, estaba muy por encima de las espadas y machetes de los Balubas. Como en todas las guerras entre tribus en África, los enfrentamientos se caracterizaron por la extremada crueldad de ambos contendientes. Con sus tropas de choque, pequeñas, motorizadas y muy bien armadas, los mercenarios extendieron rápidamente el miedo y el terror entre sus enemigos, y los Balubas que no había sido masacrados o subyugados, huyeron a miles hacia el norte. Estas “acciones de liberación” acuñaron para los mercenarios el apodo de “Les Afreaux” (Los Terribles). La prensa internacional daba noticia de sus atrocidades, al tiempo que los protagonistas convertían esta prensa en su mejor arma, ya que a menudo su simple aparición provocaban el pánico entre sus enemigos. Mientras Tschombe afianzaba de este modo su lenta pero efectiva expansión en el territorio, Lumumba reclamaba cada vez más vehementemente la intervención de las Naciones Unidas en contra de los secesionistas. Pero éstas no se animaban a participar militarmente y se limitaban a firmar resoluciones en las que se requería la retirada de los mercenarios extranjeros. Ya que el Congo sin Katanga no podía sobrevivir económicamente y la ONU no parecía ofrecer ningún apoyo efectivo, Lumumba se dirigió a los rusos. Con ello, consiguió atraer la atención de la CIA quien rápidamente encontró en el General de la ANC Mobutu el representante adecuado para sus intereses. Con el apoyo de los americanos, Mobutu inició un golpe militar y Lumumba, quien había buscado refugio en un cuartel de la ONU, fue enviado a Katanga bajo circunstancias nunca aclaradas. Allí, claro, los gendarmes de Tschombe se ocuparon aplicadamente de él. Tras la muerte de su principal enemigo, Tschombe estaba en el punto más álgido de su poder: en Bélgica y en Sudáfrica fueron reclutados nuevos mercenarios a los que se incorporaron pequeños grupos de paracaidistas de la Legión Extranjera, ya que precisamente entonces -y a causa del fallido golpe de estado en Argelia- su 1.Regimiento había sido disuelto. Se formaron nuevas unidades, otras fueros desmembradas; y unos pocos mercenarios fueron hechos prisioneros por las tropas de la ONU -que finalmente había decidido intervenir- y expulsados del país. En esta situación de cambios continuos había, sin embargo, entre los secesionistas tres formaciones que podían ser reconocidas: los belgas, bajo la dirección de Jean (“Black Jack”) Schramme, quien antes de la independencia había sido granjero en el Congo; los sudafricanos, con el irlandés Iren Michael (“Mad Mike”) Hoare al mando, quien había adquirido experiencia en lucha en la jungla como oficial colonial en Malasia; y el grupo de paracaidistas franceses dirigidos por Bob Denard, un veterano de las guerras de Indochina y Algeria. A ellos se les añadían algunos aviones pilotados por polacos y sudafricanos. Los polacos eran exiliados que, tras la II Guerra Mundial en la que habían luchado para Inglaterra, no habían vuelto a Polonia, “vendida” secretamente por Churchill a Stanlin. Habían llegado al Congo agrupados bajo el liderazgo de un tal “Mister Brown” o “Kamikaze Brown”, quien algo más tenía en común con la figura de la novela Lord Jim de Conrad que el simple nombre. En realidad se llamaba Jean Zumbach y había nacido en Polonia de padre suizo y madre polaca. En la II Guerra Mundial había sido piloto y había huido, como tantos otros, a Inglaterra, donde voló para la Royal Air Force. Terminada la Guerra, fundó una compañia privada de transportes aéreos a la que se le sumaban los beneficios del contrabando de diamantes, medicamentos, relojes suizos y divisas. Cuando estos negocios dejaron de ser tan lucrativos, decidió asentarse en París, donde abrió una discoteca y se puso a echar barriga. Tras la declaración de secesión en Katanga, Brown “arregló” unos cuantos aviones para Tschombe con sus respectivos mecánicos y pilotos, entre los que se encontraba él mismo y algunos de sus antiguos camaradas. Aunque quizás nunca hubo más de 500 mercenarios blancos al mismo tiempo en el Congo, estos pocos junto a los gendarmes de Katanga que habían instruido, no tenían nada que temer del gobierno central. Pero con el asesinato del “comunista” Lumumba, Tschombe había dado un paso en falso. Ya que los Estados Unidos apoyaban al prooccidental Mobutu, las tropas de la ONU cobraron finalmente ánimos para combatir contra Katanga. Los primeros enfrentamientos fueron una clara y ofensiva derrota para la ONU, mucho mejor equipada en hombres y armamentos que los rebeldes. Sobre todo los contingentes suecos e irlandeses no fueron enemigo a considerar para los ex-legionarios y los sudafricanos, bien entrenados en la sucia guerra de maleza. Los suecos recibieron pronto la fama de no atreverse a salir jamás de sus tanques, y una completa guarnición irlandesa de 184 hombres capituló ante un solo mercenario blanco acompañado de algunos gendarmes. “Los Terribles” coleccionaban cascos azules como trofeos y la ONU se ejercitaba de nuevo en la ineficacia. Esta situación cambió en diciembre de 1961, cuando la poderosa aviación de las Naciones Unidas arrasó en un ataque sorpresa a toda la fuerza aérea de Katanga. Y después, renunciando a la intervención de tropas de tierra europeas, echó mano de sus propios mercenarios. Los Gurkas indios asaltaron Elizabethville, capital de Katanga, y tras largas e inútiles negociaciones, tomaron en 1963 la ciudad minera de Kolwezi, último refugio de los secesionistas. A pesar que los mercenarios y los gendarmes mostraron extremada dureza en su resistencia, tuvieron que retirarse finalmente ante los profesionales y rutinarios ataques de los Gurkas. La mayoría ya había abandonado el barco que naufragaba, pero un núcleo duro de un centenar de mercenarios y un par de miles de gendarmes se retiraron bajo el mando de Schramme hacia Angola, entonces colonia portuguesa. Las intervenciones de los mercenarios parecían acabarse aquí. Pero también la ONU estaba agotada. Sus operaciones en el Congo había costado billones, y habían demostrado públicamente las divisiones internas en la organización y su incapacidad para ofrecer una acción efectiva. Por su parte los americanos, a quienes les había tocado la parte del león, habían logrado su objetivo al instalar un gobierno por-occidental, al mando del presidente Kasavubu y del General Mobutu. Tchombe se exilió a España, parte de sus desacreditados gendarmes fueron absorbidos por la ANC y otros pasaron a ganarse la vida como bandidos en la jungla. Los mercenarios habían vuelto a Sudáfrica o a Europa, y otro grupo, comandado por Denard, se dirigió al Yemen, donde se ocuparon en apoyar a los monárquicos en sus enfrentamientos contra los republicanos y el ejército de intervención egipcio. Schrame, como hemos comentado, conspiraba en el norte de Angola a la espera de mejores tiempos junto a Tschombe, con algunos incondicionales y un millar de gendarmes de Katanga. La reestablecida paz en el Congo no duró demasiado. La corrupción administrativa aumentaba, y los soldados de la ANC intentaban mejorar sus sueldos mediante latrocinios y extorsiones. El asesinado Lumumba se había convertido en un héroe nacional para la oposición. Pierre Muele, antiguo ministro en el gobierno de Lumumba, pedía apoyos en la Europa del Este y en China con cuya colaboración declaró, a principios de 1964, en el oeste del Congo, el levantamiento de los Simbas (leones). A pesar que los dirigentes de la rebelión se autoproclamaban revolucionarios socialistas, la magia y la superstición jugaron un papel fundamental en este movimiento. Los Simbas, protegidos por los amuletos de sus hechiceros que debían hacerlos impenetrabes a las balas enemigas, atacaban llenos de fe en su imbatibilidad: con tan sólo machetes y lanzas, se enfrentaban al ejército gubernamental, armado hasta los dientes por los americanos. Entre estas tropas también se extendían los más salvajes rumores sobre la fuerza “mágica” de los Simbas, con el resultado que la simple proximidad de los Simbas provocaba a menudo auténticas desbandadas. Por otra parte, muchas de las tribus detestaban al corrupto gobierno, de manera que los Simbas eran recibidos en gran parte del territorio como liberadores e incluso batallones enteros de la ANC se unían a ellos. En su rasante camino hacia el éxito, los Simbas sumieron en un auténtico baño de sangre a las tribus alineadas con el gobierno y a las clases dirigentes negras. Tampoco algunos blancos escaparon al sacrificio: misioneros, técnicos y latifundistas principalmente belgas, sucumbieron a la revolución. No obstante, la mayoría de ellos fueron hechos prisioneros y trasladados a Stanleyville y Paulis donde eran utilizados como rehenes en contra de los posibles ataques de los americanos y los belgas. A causa de la participación de China, los Estados Unidos estaban dispuestos a ofrecer al gobierno de Kasabutu cualquier tipo de apoyo exceptuando soldados, dado que ellos mismos estaban cada vez más implicados en la Guerra de Vietnam. Sus posibilades se limitaban, pues, al envío de dinero y de aviones con sus correspondientes pilotos, la mayoría de los cuales eran cubanos exiliados entrenados por la CIA. A pesar de este refuerzo militar, el avance de los Simbas era imparable. Los soldados de Mobutu estaban completamente desmoralizados y se tenía por seguro que Tschombe desde Madrid iba a utilizar las revueltas en beneficio propio para intentar declarar de nuevo la independencia de Katanga. En el intento de evitar una guerra en dos frentes, el presidente Kasavubu, el general Mobutu y los expertos americanos elaboraron una estrategia especialmente elegante: traer a Tschombe desde el exilio y entregarle el gobierno de todo el Congo. Tschombe fue en ese momento el hombre adecuado en el lugar adecuado. Llamó a sus fieles gendarmes a las armas y utilizó sus viejos contactos y el dinero de la CIA para recuperar la ayuda de los mercenarios blancos. El primero en responder a la oferta fué Schramme, quien, con sus veteranos y un nuevo ejército de 8.000 gendarmes, cruzó la frontera de Angola; Denard, quien no podía abandonar tan rápidamente el Yemen, le siguió poco después. Pero la mayor parte de los reclutas fueron enrolados bajo la dirección de Hoare en Sudáfrica. Ya que la CIA era un socio solvente y las acciones heroicas de “los Terribles” habían adquirido un valor glorioso en determinados círculos, no había escasez de voluntarios. De cualquier forma entre ellos quedaban pocos veteranos de Katanga así que, para dotar con rapidez a su 5.Batallón del efectivo previsto, Hoare tomaba todo lo que su agente en Salisbury y Johannesburgo le mandaba, incluidos vagos y fracasados. La prensa los definía como “camareros griegos y pinches de cocina de diversa procedencia, que querían dirigir la guerra” y de “escoria de los bares de Johannesburgo”(7). Incluso Hoare, como antiguo oficial colonial británico, se quejaba del alarmante bajo nivel de estas tropas y del gran porcentaje de “alcohólicos, drogadictos, homosexuales y fumadores de hachís”(8). A pesar de la dudosa mezcla de reclutas y de su inexperiencia, la entrada en acción de los mercenarios fué un éxito clamoroso. La liberación de los rehenes blancos en Stanleyville y Paulis fué llevada a cabo por los paracaidistas regulares belgas, pero la reocupación del inmenso territorio y la derrota de un ejército integrado por miles de rebeldes, fué obra exclusiva de un par de cientos de mercenarios. Su táctica se basaba esencialmente en la velocidad y en la efectividad de sus armas. Con sus Jeeps, los mercenarios irrupían en estaciones y en poblaciones enemigas y, frente a poquísima resistencia, abrían fuego indiscriminado con sus ametralladoras de gran calibre y sus armas automáticas. A menudo, los Simbas eran tomados por sorpresa y ante la voz de alarma de combate, huían despavoridos. Estos éxitos fueron sólo posibles, claro está, por dos condicionantes: porque los Simbas no entendían de guerras modernas, y porque estaban insufucientemente armados. Al principio, era frecuente que un pequeño grupo de mercanarios blancos con sus ametralladoras masacrara a cientos de Simbas, aún convencidos de su invulnerabilidad y que atacaban en territorio abierto armados tan sólo con lanzas. Y aún cuando los Simbas consiguieron dotarse de armamento más moderno, disparaban a veces con los ojos cerrados al creer que el simple ruido y su magia aniquilarían al enemigo. Cuando China y algunos estados africanos empezaron a intensificar su apoyo a los rebeldes, distribuyendo armas e instruyendo a los cuadros militares, era ya demasiado tarde. La superstición, que había sido el arma más poderoso de los Simbas, iba a llevarlos a la propia derrota. Los mercenarios se habían convertido ya en los “gigantes blancos”, guerreros mágicos e invencibles, y ni la artillería y las granadas chinas fueron utilizadas con demasiado convencimiento. Tan pronto como los tambores anunciaban la llegada de los “gigantes blancos”, los Simbas se dispersaban a pesar de su demostrado valor ante la muerte. Aún así, la reconquista del este del Congo no fué ningún paseo. Emboscadas y a veces severos enfrentamientos en la toma de algunas estaciones provocaban también la pérdida de algunos mercenarios, bajas que a pesar de su nimiedad mermaban considerablemente el ya escaso número de mercenarios en acción. En octubre de 1965 la rebelión de los Simbas estaba sofocada y los “gigantes blancos” eran celebrados en el mundo occidental como auténticos héroes. Por fin, y tras todos los desmoralizantes fracasos de la descolonización, la supremacía del hombre blanco quedaba de nuevo demostrada. Periodistas europeos y americanos viajaban por el Congo y relataban a la audiencia la liberación de monjas y misioneros y la restauración de la ley y el orden. Pero junto a la propaganda, la opinión pública también supo de otras historias, cuya lectura hacía estremecer a cualquier civilizado lector en Europa evidenciando tan sólo que los mercenarios seguían ejerciendo sus métodos tradicionales. Así, aparecieron en primer lugar las historias sobre torturas y ejecuciones. Claro está que los trabajos más sucios eran encargados a los subordinados, pero entre los mercenarios blancos se contaban algunos asesinos apasionados. Un sudafricano fué sorprendido en su sórdido negocio, en el que cocía cabezas de africanos para vender sus cráneos -naturalmente con el agujero de la bala- a los pilotos y periodistas americanos, que consideraban el objeto como un adecuado souvenir de su estancia en el Congo. Algunos mercenarios los utilizaban también como decoración para sus Jeeps o como floreros. Pero por encima de todo, los mercenarios se entregaban a su actividad preferida desde tiempos inmemoriables: el saqueo. Aún a pesar que los hombres recibían un buen sueldo, el incentivo mayor seguían siendo los botines. Tan pronto como se “liberaba” una ciudad, los Jeeps del 5.Batallón aceleraban el paso primero hacia los bancos y después hacia las villas de los colonos y de los africanos acomodados, que eran “limpiadas” con esmero. Las cajas fuertes volaban al impacto de bazookas y dinamita, cuyas explosiones se dejaron oir en Stanleyville durante varios días. De uno de los suboficiales se cuenta cómo fletó un avión lleno de neveras, cámaras, muebles e incluso coches hacia Stanleyville para venderlos a los comerciantes indios. Y los oficiales o bien tomaban parte en todo ello, o miraban hacia otro lado, intentando no poner en peligro la moral de sus hombres. Los problemas empezaron cuando Mobutu relevó de su cargo a Tschombe quien a sus ojos ya había cumplido su función. Tschombé volvió a su exilio madrileño y, días después, Mobutu tomó el poder mediante un golpe de estado. Poco más tarde, Hoare recibió su carta de despido ya que a pesar que Mobutu no quería renunciar a los mercenarios, debía mantenerlos fuera del control de Tschombe, y Hoare se contaba precisamente entre uno de sus más fieles colaboradores. El despido no era difícil, ya que por norma los mercenarios firmaban un contrato de seis meses y solía haber un continuo ir y venir de nuevos rostros. Los sudafricanos del 5.Batallón fueron reemplazados por españoles e italianos, mientras los batallones francoparlantes 6. y 10. eran mantenidos bajo el mando de Denard y Schramme respectivamente. Tras el fin de la guerra la mayoría de los mercenarios se acuartelaron en sus guarniciones para llevar una vida relativamente tranquila, bebiéndose el sueldo y divirtiéndose con sus sirvientes africanas. Pero las conspiraciones no tenían fin. Denard visitaba secretamente a Tschombé en Madrid mientras Schramme erigía una base fuerte en el Congo central. Por otro lado, en julio de 1966, se produjo el motín de una unidad de gendarmes de Katanga a quienes se les habían añadido unos cuantos mercenarios blancos. Mientras el resto de las unidades se mantenía a la espera de los acontecimientos, los amotinados se entregaron a Schramme quien les había prometido la amnistía. Aunque Mobutu aseguró pretenciosamente “qué significan 1.000 extranjeros voluntarios en un ejército de 31.500 soldados?”, el motín había desatado el pánico entre las tropas y demostrado al mundo lo peligrosos que eran los mercenarios. Para desanimar nuevos levantamientos, Mobutu intentó deshacerse, uno tras otro, de los “voluntarios extranjeros”. Primero fué disuelto el 5.Batallón y luego reducido el grueso de las demás unidades. Entonces, Denard recibió la orden oficial de marchar contra Schramme y desarmar a su unidad, pero, como auténticos “Condottieri”, ambos mercenarios establecieron una alianza para llevar adelante un gran golpe. Juntos planearon la ocupación de Stanleyville y otras ciudades en el este del Congo para después avanzar hacia Katanga. Allí esperarían a Tschombe que debía volar desde Madrid para reunirse con ellos y marcharían con un gran ejército de gendarmes hacia la ocupación de todo el Congo y la reinstauración de su hegemonía. Pero a la CIA, que mantenía bajo su manto protector a Mobutu, ya le habían llegado voces del plan: en un vuelo entre Ibiza y Mallorca, Tschombe fué secuestrado por su guardaespaldas (un mercenario francés) y llevado a Algeria, donde ingresó en prisión. Sin en amparo de su escudo político, los mercenarios se quedaron en un primer momento desconcertados, pero el ambiente estaba tan enrarecido que decidieron no posponer más el golpe. El 5 de Julio, el 10. Batallón atacó los cuarteles de la ANC en Stanleyville (entonces renombrada como Kisangani) disparando a todo lo que se movía. Las tropas de la ANC se dispersaron en pánico. Sin embargo, en otros lugares los mercenarios sufrieron graves derrotas. Denard, malherido, buscó refugio junto a otros lesionados en Rhodesia. Schramme se acuarteló en Kisangani esperando la incorporación de nuevas unidades dirigidas por otros blancos con los que, finalmente, consiguió reunir un contingente de unos 150 mercenarios blancos y unos 800 gendarmes de Katanga. Pero pronto se vieron bajo el asedio de la aviación de Mobutu y sus paracaidistas instruidos por los israelies. Además, los Estados Unidos habían emplazado unos cuantos aviones de manera que Mobutu pudiera movilizar rápidamente a sus reservistas. Ante el empeoramiento de la situación, los mercenarios se dieron a la fuga escabulléndose entre las líneas enemigas y ocultándose durante varias semanas entre la maleza, para aparecer repentinamente en el lago Kiwu donde tomaron la rica ciudad fronteriza de Bukavu. Aún en esa situación comprometida, Schramme no estaba dispuesto a la rendición, exigía la dimisión de Mobutu y proponía un gobierno alternativo dirigido por un katangues desconocido. Mientras tanto, Denard reunía nuevas fuerzas en el norte de Angola para entrar de nuevo en el Congo desde el sur. Los veteranos de Schramme respondían a todos los ataques de los paracaidistas de Mobutu y, después que un ex-legionario derribara tres aviones enemigos, incluso la aviación de Mobutu se negó a realizar nuevas intervenciones. En el transcurso de estos enfrentamientos, las reservas de munición de Schrame estaban agotándose y todas las esperanzas se dirigieron a la llegada de Denard quien con poca fortuna caía con sus tropas en una emboscada. En estas circunstancias, Schrame tuvo de abandonar la resistencia y retirarse, con apenas 130 mercenarios blancos, 800 gendarmes de Katanga y 1.500 mujeres y niños, hacia Ruanda, donde fueron internados. Pocos años después, los “gigantes blancos” encontraron su fin en Biafra, donde se enfrentaron a un ejército africano bien instruido y equipado, y nada impresionado por la fama de “los Terribles”. Algunos de ellos murieron allí, la mayoría volvió lo más rápido posible a casa, y sólo dos terminaron su contrato de seis meses. Después de Biafra, la intervención de los mercenarios blancos se limitó a la instrucción de fuerzas especiales y a la aviación. Como ejército de combate fueron sustituidos por africanos. En relación a esto último, es interesante lanzar una última mirada a los gendarmes de Katanga, que recogieron entonces la tradición del mercenario emigrante en África. Esta tradición, iniciada por los veteranos napoleónicos y los oficiales de la Guerra de la Secesión, mantenida por los polacos apátridas, los ex-legionarios y los cubanos exiliados, pareció haber encontrado su final con estos hombres de Katanga durante las turbulencias de la guerra civil angoleña. Sin embargo, y contra toda previsión, unos 8.000 de ellos reaparecieron de nuevo 30 años más tarde, en 1996, como apoyo a Kabila en el Congo occidental. El más joven de ellos tenía 55 años, 4.000 eran generales, 2.000 coroneles y el resto, mayores. Con su primera intervención junto a Kabila consiguieron un triste récord ya que nunca en la historia de mundo habían caído tantos generales en una sola batalla. La banalidad del mal.Es evidente que los mercenarios blancos de los años 60 en el Congo sufrieron el mismo proceso de barbarización y embrutecimiento que sus predecesores a quienes Conrad había descrito. Pero buscar a Kurtz entre ellos es una tarea vana. Sus autobiografías están llenas de fanfarronadas, excusas vanidadosas y humor primitivo. Especialmente destacable aquí es Siegfried Müller, antiguo “Oberleutnant” de la Wehrmacht alemana. Al llegar tarde para incorporarse a la lucha por Katanga, se había establecido en Sudáfrica como manager de un hotel. Allí esperaba posibles misiones y cuidaba los contactos con algunos compatriotas correligionarios más jovenes. Cuando finalmente fueron requeridos nuevos mercenarios se dijeron a sí mismos: “haremos una caza de cazadores -una- una caza de negros o algo así -haremos una quijotada - ningún peligro, todo okay”, como contaba el mismo Müller en una entrevista. Pero el veterano del frente ruso Müller no ofreció servicios suficientemente convincentes, por lo que fue rápidamente relevado del mando. A pesar de ello alcanzó cierta fama bajo el apodo de “Congo-Müller”, fama que se debía sobre todo a las imaginaciones de algunos perodistas que suponían detrás de cada mercenario a un ex-nazi. Para ellos, Congo Müller, que lucía con ostentación su Cruz de Hierro, era la encarnación perfecta de este prototipo. Entre sus compañeros en el Congo, sin embargo, era más que nada motivo de burla: contaban que incluso por las noches se prendía la Cruz de Hierro en el pijama. Pero la popularidad de Müller no es debida a sus hazañas en África sino a una entrevista realizada por la televisión de la ex-RDA: creyendo que se encontraba ante periodistas occidentales comprensivos, contaba borracho y entre risas, sus masacres en el Congo, y se declaraba dispuesto a ofrecer su “know-how” al servicio de la liberación de la RDA o incluso a formar parte de una “Legión Vietnam”. Esta entrevista, bajo el título “El hombre sonriente - confesiones de un asesino”, fué televisada en 1966 y en Alemania del oeste fué considerada una mera operación de propaganda hasta que la difusión de nuevas noticias sobre el papel de los mercenarios en el Congo aclaró su veracidad. De una calidad semejante son las memorias de Jean Zumbach, quien se queja amargamente de los cheques sin fondo de Tschombe aún reconociendo sus profusas ganancias por las provisiones conseguidas de los traficantes de armas. Para Zumbach, la mala comida y las duchas estropeadas de los hoteles africanos son los acontecimientos más dignos de destacar de su estancia en el Congo, frente a las fechorías que él y sus camaradas causaron. A sus ojos, todo fué un gran divertimento en el que se trataba, sobre todo, de engañarse los unos a los otros. En todos estos libros, entrevistas y artículos de periódico uno se topa con las mismas banalidades. No hay rastro de un Kurtz que se atormenta con el “horror” y lucha por su alma. Hombres risueños cuentan de sus hazañas heroicas y de sus invasiones. Así, el lector experimenta lo mismo que Hanah Arendt, cuando desde Jerusalen narraba el proceso contra Eichmann: ella hubiera deseado encontrar un “Iago, Macbeth o Ricardo III” , y se vió de pronto confrontada ante la “banalidad del mal”. Este perspicaz punto de vista de Arendt era algo nuevo; la realidad que se escondía detrás no. En los múltiples textos justificativos de los participantes en la expedición del Pascha Emin, se pueden encontrar el mismo heroísmo primitivo, la misma vanidad e ignorancia. Durante la travesía de la jungla en Ituri, los porteadores morían como moscas. Sin embargo, Stanley parecía mostrar más compasión para con su perro “Randy” que para con los porteadores que, tras no responder a los latigazos, quedaban abandonados a su suerte en los bordes de los caminos. Y cuando sus oficiales se quejan por escrito que eran tratados como arrieros de esclavos, lo hacen tan sólo porque consideraban este trabajo muy por debajo de su cualificación.
Conrad describió con precisión a estos hombres cuando
escribe en “Eldorado Exploring Expedition: “Their talk, however, was the
talk of sordid buccaneers: it was reckless without hardihood, greedy without
audacity, and cruel without courage; there was not an atom of foresight
or of serious intention in the whole batch of them, and they did not seem
aware these things are wanted for the work of the world. To tear treasure
out of the bowels of the land was their desire, with no more moral purpose
at the back of it than there is in burglars breaking into a safe”(9). A
pesar de ello queda la pregunta abierta de cómo Conrad consiguió,
a partir de este material “humano” tan insulso, construir un monstruo dramático
como Kurtz, quien debiera representar a un prototipo de estos “buscafortuna”
blancos desarraigados que recorrían Áfica en el s.XIX. Un
texto histórico como éste no puede permitirse esgrimir una
respuesta, que quizás pudiera encontrarse en su biografía.
Probablemente el horror del que Conrad nos habla tenía su origen
en el propio espanto de verse enfrentado a una desaforada realidad de la
que él mismo tomaba parte. O quizás, como hijo de su tiempo,
no estaba en disposición de aceptar la terrible banalidad del mal
en toda su dimensión.
© F. Westenfelder Este texto fue publicado en el libro: Planeta Kurtz Cien años de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad Jorge Luis Marzo y Marc Roig (Eds.) Barcelona 2002 Más articulos sobre la historia de los mercenarios y aventureros: historia de los mercenarioso en aleman: Geschichte der Söldner und Abenteurer |